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Trasversales
La democracia vista por sus inventores
Annick Stevens
Artículo puesto en línea el 24 de enero de 2011
última modificación el 5 de mayo de 2013
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Este texto, traducido y publicado por Traversales con autorización de la autora, fue publicado en su versión original en francés en la revista Réfractions, número 12, primavera 2004.

Annick Stevens es profesora de filosofía en la Universidad de Lieja, Bélgica.

Revista Trasversales número 8, otoño 2007, versión electrónica

Actualmente, si se evoca la democracia muy poca gente piensa en otra cosa que la democracia representativa. Para nuestros "representantes" políticos y todas sus estaciones repetidoras (prensa, escuelas y, desgraciadamente, numerosos politólogos y filósofos políticos), cualquier otra forma es inconcebible.
Si se les recuerda que la democracia directa ha sido aplicada en las ciudades griegas, afirman que es imposible actualmente, ya porque los Estados son entidades demasiado grandes, ya porque la política se volvió demasiado compleja para los no-especialistas. La respuesta de los anarquistas es que nada impide, por una parte, federar pequeñas entidades y, por otra parte, simplificar los sistemas y fomentar la formación de todos los ciudadanos.

Pero la conmoción necesaria para este cambio parece un precio demasiado caro respecto a los beneficios que se obtendrían. ¿En el fondo, quién desea verdaderamente que todos decidan? Nos contentamos con un Estado de derecho dirigido por unos profesionales que, por cierto, se preocupan mucho más de sus propios privilegios que del interés común, pero que aseguran, sin embargo, una relativa seguridad física y económica. Si debe haber un cambio, a la mayoría de la gente le parece más probable que vaya hacia peor que hacia mejor.

El interés de leer a los autores griegos que pensaron en la democracia de su tiempo es ante todo liberarse de las falsas evidencias de nuestra época sobre la organización de una democracia y sobre el papel que juegan los ciudadanos. Filósofos políticos como Hannah Arendt y Cornelius Castoriadis llamaron la atención sobre la utilidad del modelo antiguo para hacer de nuevo de la política un verdadero espacio público. Mi ambición es mucho más limitada, y más adaptada a las reflexiones anarquistas sobre la democracia directa.
Me propongo, primero, describir brevemente las instituciones atenienses, para recordar hasta qué punto estaban cercanas a lo que llamamos una organización anarquista; despues, seguir la traza del debate que tuvo lugar entre los filósofos griegos para saber si, por naturaleza, todos los hombres eran capaces de ocuparse de la cosa pública y, sobre todo, cuáles serían las condiciones a instaurar para que esto fuese posible. Veremos así que un buen número de sus argumentos y propuestas son todavía completamente válidos hoy y pueden utilizarse para defender nuestro proyecto de sociedad.


¿Qué es la democracia antigua?

"La democracia es el régimen donde se reparte las magistraturas por sorteo", "El objetivo de la democracia es la libertad". Estas dos pequeñas frases sacadas de Retórica de Aristóteles señalan los dos principales rasgos distintivos de la democracia antigua según los propios griegos.

Hubo varias formas de democracia en Grecia. Incluso en Atenas, donde tomó la forma más radical, fue resultado de una evolución progresiva durante varios siglos de luchas sociales y fue interrumpida repetidas veces por conquistas del poder tiránicas u oligárquicas. La forma de la que mejor conocemos sus instituciones y funcionamiento corresponde al apogeo de la democracia ateniense, en la segunda mitad del siglo V antes de nuestra era, y es descrita muy precisamente por Aristóteles en La Constitución de Atenas, de donde procede gran parte de la información aquí utilizada.

Esta forma reposaba sobre tres grandes principios: la soberanía del conjunto de los ciudadanos sólo es limitada por la Constitución; la libertad individual sólo es limitada por la ley; todos los ciudadanos gozan de isonomía (igualdad ante la ley) e isegoría (igualdad de derecho a voz en la Asamblea).

Había en aquella época cerca de 42.000 ciudadanos entre los 400.000 habitantes. Sabemos que fueron excluidos de la ciudadanía las mujeres, los niños, los extranjeros y los esclavos. Esta exclusión es utilizada frecuentemente como pretexto para denigrar la democracia ateniense. Trate el caso de la esclavitud en la revista Refracciones, n ° 6 ("Droit, nature et organisation politique d’après Aristote"). Ya en esa época había cuestionamientos a su legitimidad, en nombre de la naturaleza única de la humanidad. Aristóteles justifica sólo una forma de esclavitud, la que consiste en someter a otra persona a quien no es capaz, por falta innata de capacidades intelectuales, de llevar su propia vida a solas y de cumplir tareas que no sean manuales, sin que de ello deba derivar ningún maltrato. Simplemente, se trataría de una naturaleza que no es capaz de autogobernarse. Evidentemente, no se trata de defender esta concepción, sino de oponerse a ciertas actitudes hipócritas actuales, que preconizan la misma división de la humanidad pero bajo otro nombre.

En todo caso, la inclusión del conjunto de la población no habría cambiado nada el funcionamiento de la democracia, salvo en que habría que dividir la Asamblea en varias asambleas federadas.

El poder legislativo pertenecía a la Asamblea (Ekklesia), en la que todos los ciudadanos estaban invitados a participar (había cerca de 25.000 plazas en el hemiciclo donde se reunían). Las propuestas de ley o de decreto podían ser emitidas en el momento de la Asamblea misma (se hacían unas cuarenta ordinarias al año) o bien ser ser sometidas antes al Consejo (Boulé, órgano ejecutivo), que redactaba el primer informe. Se debatía y luego se votaba. Todo el mundo podía hacer propuestas, con la única condición de que no infringiesen la Constitución.

El Consejo, compuesto por 500 miembros seleccionados por sorteo, se encargaba de la ejecución de las decisiones votadas. Estaba también encargado de vigilar a los magistrados y de juzgarlos en caso de malversación.

Los magistrados constituían la otra parte del ejecutivo: estaban encargados de las finanzas públicas; del mantenimiento de los lugares, abastecimientos y edificios públicos; del ejército, de la basura, del control de los mercados y los precios, de los caminos y de las ceremonias religiosas. Eran nombrados por sorteo para un año y debían rendir cuentas a la Asamblea en el momento de su salida del cargo. Sólo las funciones militares eran electivas.

El poder judicial estaba distribuido entre diferentes tribunales, según la gravedad de los crímenes y del carácter privado o público de las acciones a juzgar. Los miembros de los tribunales se seleccionaban por sorteo entre los ciudadanos mayores de treinta años.
Para que hubiera la mayor rotación posible, no se podía ser miembro del Consejo más de dos veces, ni ocupar la misma magistratura más de una vez.

De todas estas medidas, resulta que, si se quiere definir lo que es un ciudadano en democracia, sería aquel "que participa" de manera permanente "en la asamblea deliberativa y en el poder judicial, y temporalmente en las magistraturas ejecutivas", según la fórmula de Aristóteles en Política III. Por el contrario, en cualquier otro régimen se considera ciudadano a "aquel que tiene la posibilidad de participar en el poder delbetarivo o judicial".

El número de ciudadanos puede ser, por tanto. muy variable según los regímenes de que se trate. En la democracia representativa actual, todos somos ciudadanos porque en principio podemos hacernos elegir para el parlamento o hacernos jueces. Pero esto no es una democracia en el sentido griego, sino una oligarquía, ya que un pequeño número de ciudadanos hace las leyes y gobierna (sería una aristocracia en sentido etimológico si estos gobernantes fueran los mejores ciudadanos). El simple hecho de que ciertas magistraturas sean electivas no es signo, según Aristóteles, de que estemos en una democracia pura, sino en una democracia mezclada con algunos elementos aristocráticos.

Se observa así que la noción griega de democracia no tiene que ver gran cosa con la que actualmente está vigente, ya que para los griegos la democracia era necesariamente directa y los tres poderes eran ejercidos por el conjunto de los ciudadanos, de manera permanente o alternativamente. Tampoco tenía nada que ver con con la pseudodemocracia directa del referéndum, que sólo es la suma de opiniones atomizadas, que no pueden ser evaluadas, examinadas o sintetizadas a través del debate.

Los mismos criterios, más o menos, encontramos en el historiador Herodoto, pero, lo que no deja de ser curioso, en boca de un dignatario persa:

"El gobierno del pueblo, en primer lugar, lleva el más bello de todos los nombres: isonomía. En él no se dan los comportamientos propios de un monarca. Las magistraturas se asignan por sorteo, se rinde cuentas de la autoridad ejercida y todas las deliberaciones son sometidas a consideración pública" (Historias, III, 80).

En cuanto a los valores generales que subyacen en este régimen, los valores de libertad, igualdad y participación general, uno de los testimonios más bellos es la oración fúnebre pronunciada por Pericles en homenaje a los primeros muertos de la guerra del Peloponeso, que comienza con un elogio de Atenas:

"Nuestro régimen político no toma como modelo leyes ajenas. No somos imitadores, sino, más bien, ejemplos. Como las cosas no dependen de unos pocos, sino de la mayoría, su nombre es democracia. Según nuestras leyes, todos tienen iguales derechos en las disensiones privadas, mientras que si alguien recibe honores no es por pertenecer a una categoría determinada, sino por su mérito; y la pobreza y la obscuridad de su situación no impide que un hombre capaz de servir al Estado se vea impedido de hacerlo. Practicamos la libertad, no sólo en los asuntos públicos, sino también en todo lo que crea suspicacias recíprocas en la vida diaria. No nos encolerizamos cuando el prójimo obra según su gusto, ni recurrimos a vejaciones que, incluso si no causan daño, son hirientes. Pese a esta tolerancia que rige nuestras vidas privadas, en el ámbito público el temor nos retiene antes de hacer algo ilegal, pues prestamos atención a quienes, sucesivamente, desempeñan las magistraturas y a las leyes, sobre todo a las que dan apoyo a las víctimas de la injusticia y a las que, sin ser leyes escritas, acarrean por sanción una indiscutible vergüenza […] Una misma persona puede encargarse simultáneamente de sus asuntos privados y de los del Estado; y, cuando ocupaciones diversas son practicadas por personas diversas, éstas pueden, sin embargo, juzgar los asuntos públicos sin dejar nada a desear. Solamente nosotros consideramos que el hombre incapaz de participar como ciudadano no es un hombre tranquilo, sino un inútil. Y juzgamos por nosotros mismos todos los temas. Pues, para nosotros, la palabra no es un obstáculo a la acción; obstáculo es, por el contrario, no haberse ilustrado mediante la palabra antes de llevar a cabo la acción" [Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso]
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Tal radicalidad se enfrentó a dificultades. Desde su instauración en Atenas hubo críticas contra su mismo principio o contra su aplicación. Estos ataques suscitaron, a su vez, intensos alegatos para justificarla y defenderla, o para proponer mejoras, dando lugar a debates y reflexiones que abarcan, más o menos, todas las cuestiones que actualmente nos planteamos.


Los fundamentos filosóficos de la democracia directa.

Los dos valores que la democracia ateniense reivindicaba como fundamentales eran la libertad y la igualdad. Algunos filósofos trataron de dar sustento sólido a estos valores y, a la vez, legitimidad a esta Constitución, inscribiéndoles en la naturaleza humana. Otros, por el contrario, utilizaron el mismo argumento para considerarla imposible.

A la primera corriente pertenecen sobre todo Aristóteles y, antes que él, los sofistas, esos profesores de retórica y de acción política que han sido descalificados y despreciados por la historia de las ideas hasta que se ha redescubierto recientemente el interés de sus teorías y la profunda influencia que ejercieron.

La primera justificación de la igualdad política de todos hombres que nos ha llegado es atribuida a Protagoras, amigo de Pericles, en el diálogo de Platon titulado Protágoras, donde el sofista, interrogado por Sócrates sobre su enseñanza, la presenta así: "mi enseñanza es la buena deliberación sobre sus propios asuntos, para dirigir bien su casa, y sobre los de la ciudad, para ser el más capaz de actuar y hablar de estos asuntos", a lo que Sócrates responde "si te comprendo bien, me pareces que hablas del arte político y que te comprometes a formar buenos ciudadanos".

Entonces, Sócrates, según Platón, resalta que la política no se enseña y que por eso cuando la Asamblea delibera un asunto técnico se consulta a un especialista, pero que cuando hay que deliberar sobre un asunto de la administración de la ciudad cualquiera pueda tomar la palabra sin que se le exija haber aprendido alguna cosa en particular. Protagoras responde con el mito famoso que lleva desde entonces su nombre, según el cual los hombres de los primeros tiempos poseían técnicas suficientes para asegurar su vida material pero corrían peligro de desaparecer a causa de sus incesantes guerras. Por ello, Zeus, para salvarlos, les dio a todos "la justicia y el respeto", para que dejasen de perjudicarse constantemente unos a otros. Este don marca el principio de la civilización, porque estas dos virtudes son las condiciones de toda organización política. Todos los hombres las recibieron, de modo que todos son aptos para participar en esta organización, pero eso no impide que la educación deba contribuir a reforzar la aptitud natural. Así se explica que se considere culpable al que comete una injusticia y que se aliente la justicia como resultado de su propia aplicación y de su aprendizaje.

La justicia, concluye Protagoras, puede ser enseñada, y los educadores son los familiares, los maestros (por emulación y modelo) y las leyes. Sin embargo, como ocurre con las demás cosas, algunos aprenden mejor y otros educan mejor. Las desigualdades entre los hombres son solamente diferencias de grado.

Aristóteles se inspira en esta concepción cuando vuelve a trazar, ya no de manera mítica sino histórica, la evolución de las sociedades humanas, desde la familia hasta la ciudad (Política, I). Para él, esta evolución es natural y necesaria porque la organización política está inscrita en la naturaleza humana. Pero sólo hay relación política entre personas iguales y libres, pues en otro caso son relaciones patriarcales o despóticas, del tipo de las aplicadas a mujeres y esclavos, ya que, según Aristóteles, ambos grupos, aunque pertenezcan a la especie humana, tendrían capacidades demasiado inferiores a las de los demás. En lo que se refiere a las mujeres, ni siquiera intenta justificarlo. Pese a su acostumbrado rigor metodológico, nunca sospecha que la inferioridad que observaba había sido inducida socialmente. Considera absurda la concepción igualitarista que Platón desarrolla para las mujeres en República, pero no da más argumentos que la situación de hecho que imperaba en su época.

No basta con decir que las relaciones deben ser igualitarias. Todo reside en saber según qué criterio se reivindica la igualdad, porque esto es lo que distingue a los diversos sistemas políticos. Para unos, la igualdad determinante viene dada por las riquezas, para otros por el noble nacimiento o virtudes, para los demócratas, en fin, por la condición de hombre libre. Para Aristoteles, sólo el criterio de igualdad en cuanto a virtud (en el sentido griego, incluyendo tanto competencia como rectitud moral) parece asegurar el buen funcionamiento de la ciudad, y añade a eso el criterio de gobernar para el interés comun y no para el de una sola clase, lo que opone los regímenes correctos a los regímenes desviados. Por eso, cuando quiere ser preciso, llama politeia (nombre que designa, en general, a toda Constitución) a la buena democracia, es decir, a la que mira por el interés general, y reserva el término "democracia" a lo que considera su desviación, en la que el interés de los pobres se ejercita en detrimiento del de otras clases.

Tradicionalmente, el régimen que reúne ambos criterios es la aristocracia (en sentido etimológico), y Aristóteles lo acepta como el mejor, con dos restricciones muy importantes. En primer lugar, la virtud no es privativa de una clase, como pretendía la nobleza. Las cualidades necesarias para la gestión del bien común se encuentran en gentes de todos los orígenes sociales, con tal de que tuviesen acceso a la enseñanza. En segundo lugar, los ciudadanos virtuosos no son necesariamente una minoría.

En efecto, pueden llegar a constituir mayoría por dos vías diferentes. Una sería el efecto positivo de la colectividad misma:

"Atribuir el poder soberano a la masa del pueblo en vez de a la minoría formada por los mejores ciudadanos parecería una solución válida y ofrecería sin duda dificultades, pero posiblemente también alguna verdad. La mayoría, en efecto, cuyos miembros no son todos hombres virtuosos, podría ser, gracias a la unión de todos, mejor que esa élite, no individualmente pero si colectivamente, de la misma forma que las comidas pagadas a escote son mejores que las que paga una sola persona. Por el hecho de ser varios, cada uno tiene su parte de virtud y de sabiduría práctica, y de su unión nace como un solo hombre con varios pies, varias manos y dotado de varios sentidos, y lo mismo ocurre con el carácter y la inteligencia" (Política, III).

Aristóteles se referirá más veces a esta potencia de la colectividad. En cuanto a la deliberación (legislativa o judicial), afirmando que es mejor cuando en ella participan muchas personas, que el mejor juez no es el experto sino el utilizador y que muchas personas son más difíciles de corromper que una sola. En cuanto al ejecutivo, un régimen es mejor cuando posee muchos magistrados, porque se hace mejor una sola tarea que varias acumuladas.

La otra vía que puede lograr que los buenos ciudadanos sean mayoría es procurar que el mayor número posible de ciudadanos adquiera las cualidades necesarias para ser tanto gobernantes como gobernados. Ya que el poder ejecutivo no es ejercido por todos al mismo tiempo, cada ciudadano debe ser capaz de mandar y de obedecer, porque todos estarán en ambas posiciones en diversas épocas de su vida (Política, II). No obstante Aristóteles no pensaba que todos pudiesen lograrlo:

"Supóngase una multitud de hombres libres, que no se apartan de la ley salvo en los casos no considerados en ella. Aunque esto no es fácil de cumplir cuando se trata de mucha gente, supongamos al menos que haya una mayoría de personas que son, a la vez, virtuosas y buenos ciudadanos (…) Por consiguiente, si se llama aristocracia al gobierno de muchos ciudadanos virtuosos y reinado al de uno solo, tanto si el poder va acompañado de fuerza armada como si no cuenta con ella, la aristocracia será para estas ciudades preferible al reinado, con tal que haya un número lo suficientemente grande de individuos semejantes" (Política, III).
Dado que esta condición depende ante todo de la educación, volveré sobre ella en la sección siguiente.

Aristóteles no era, pues, un demócrata puro en el sentido griego, porque el concepto antiguo de democracia no incluía ninguna exigencia de competencia. Sin embargo, consideraba que el único régimen absolutamente justo, conforme con la naturaleza, es aquel en que todos los hombres que poseen las capacidades naturales propias del hombre, la inteligencia y la acción reflexiva, pueden ejercer los actos conformes a sus capacidades: "Los hombres semejantes por naturaleza deben tener los mismos derechos y la misma dignidad en virtud de su naturaleza" (Ética a Nicomaco V y Política III), "La mejor constitución está formada por ciudadanos justos en sentido absoluto, y no de forma relativa al principio fundador del régimen" (Política VII).

Por el contrario, en El Político, Platon afirma que apenas uno, dos o pocos más entre todos los griegos son capaces de adquirir la ciencia política sin la cual ningún régimen es bueno. Todos los demás criterios de diferenciación entre los regímenes son considerados secundarios con relación a ése, por ejemplo el hecho de gobernar por consentimiento o por la fuerza, ser rico o pobre, con o sin leyes. Como siempre en Platón, el paradigma técnico justifica esta posición: no juzgamos a un médico por tales criterios sino solamente por su capacidad de actuar por el bien del cuerpo. Por eso, a veces, según él, hay que actuar por el bien de la ciudad, purgarla matando o exiliando a los elementos malsanos que la amenazan.

Su afirmación de una desigualdad natural de capacidades entre los individuos está simplemente basada en la evidencia de la observación. No porque ignore hasta qué punto la enseñanza desarrolla estas capacidades, sino porque comprueba que ciertos niños, desde su edad más joven, aprenden rápidamente mientras que otros llegan difícilmente a un nivel elemental. Creo que no debemos, como se hace a menudo, tomar esto como tabú. Negando las diferencias de capacidades no conseguiremos que cada niño alcance lo mejor de sí mismo.

La enseñanza debe ser individualizada, adaptada a los intereses, motivaciones, esfuerzos y dificultades, diferentes en cada niño. En cuanto al saber intelectual y manual, que cada uno se oriente según sus propios deseos y aptitudes no plantea ningún problema; sólo el saber práctico (ética y política) debe ser compartido por todos si queremos una verdadera democracia.

En cuanto a los valores reivindicados por la democracia, la diatriba de Platon contra los excesos de la libertad (República) nos resulta más bien ridícula y reveladora, sobre todo, de su extremo conservadurismo social y moral. Algunas de sus descripciones, sin embargo, evocan defectos de la democracia tal como la vivimos hoy. Por ejemplo, el hecho de no aceptar ya la menor restricción o de los maestros tiemblen ante sus alumnos y los alaguen. Estas desviaciones son típicas de un sistema exclusivamente liberal, privado de cualquier valor que no sea la libertad individual.

Su denuncia de la igualdad tiene también algo de pertinente cuando abandona el terreno estrictamente político y se vincula al modelo del hombre democrático, para el que todas las actividades y todos los goces son equivalentes, pasando de uno a otro sin ninguna línea directora en su vida. La obsesión por la igualdad estuvo en el origen de una grave desviación en Atenas, la que llevó al ostracismo y al destierro de todo ciudadano que pareciese tomar demasiada influencia en la vida pública. Fue a menudo un pretexto cómodo para desembarazarse de un adversario político y confundía evidentemente igualdad con nivelación, influencia con dominación.

Las condiciones de aplicación de la democracia directa

Las críticas más recurrentes contra la democracia en los textos antiguos (entre dramaturgos e historiadores tanto como entre filósofos) se centran en la demagogía y en la elección por sorteo de los magistrados.

En cuanto al sorteo, los peligros señalados eran que la persona designada por el azar fuese completamente incompetente u opuesta al régimen. Una organización anarquista evita este último peligro escogiendo a los mandatados sobre base voluntaria y con acuerdo de la asamblea.

En cambio, el problema de la demagogia, vinculado al de la competencia, nos concierne en sumo grado. Conocemos el poder de la palabra, sabemos que una opinión hábilmente expresada puede persuadir mejor que otra opinión, aunque ésta sea más adecuada. Sabemos que para evaluar correctamente una situación y tomar una decisión con conocimiento de causa, hay que saber discernir los mejores argumentos en un sentido y en otro, y prever en lo posible sus consecuencias. Esto requiere una formación específica, que los sofistas habían comenzado a dispensar y que está totalmente ausente de nuestro sistema escolar.

Antes de volver a reflexionar sobre estas condiciones, me propongo examinar primero las exigencias materiales de una democracia directa, algo que nos hemos planteado con frecuencia.

Condiciones materiales

Todos los textos teóricos que conciernen a la ciudad la consideran la entidad más capaz de responder a todas las necesidades humanas, porque es lo bastante grande para incluir todos los tipos de actividad, pero no lo bastante grande como para amenazar la unidad. Además, en las ciudades democráticas para reunir a todos los ciudadanos en una sola asamblea había que no sobrepasar un cierto número. Hasta ahí, eso no plantea demasiadas dificultades, ni para ellos, pues las ciudades eran independientes y estaban territorialemente separadas, ni para nosotros, ya que el federalismo permite coordinar asambleas de talla manejable. Lo que plantea más problemas es la compatibilidad entre la actividad política y otras actividades, particularmente las económicas.

A menudo leemos que la democracia ateniense habría sido imposible sin la esclavitud. De hecho, en Atenas la esclavitud no desempeñaba un gran papel en la producción económica, era más bien doméstica. Por esa razón Atenas debió tomar medidas para atraer a los ciudadanos a la asamblea. En efecto, la inmensa mayoría de ellos eran pequeños propietarios rurales que trabajaban ellos mismos, o artesanos libres. Dado que un día de asamblea en la ciudad representaba para ellos una pérdida económica importante, se decidió pagarles una indemnización a los que asistían. La medida habría podido bastar para llenar las asambleas si el problema hubiera sido exclusivamente económico. Pero también se debía a una falta de interés, de modo que estos ciudadanos, motivados solamente por "fichar" su asistencia, se dejaban llevar por el primer demagogo llegado. No creo que hayamos progresado mucho en cuanto a motivación; me referiré de nuevo a ello a propósito de la educación.
En cuanto a la cuestión económica, hemos progresado y hemos retrocedido. Somos capaces, gracias al desarrollo técnico, de disminuir considerablemente la duración del tiempo de trabajo necesario para la satisfacción de todas las necesidades, y no lo hacemos. La reflexión sobre este tema no es exclusiva de los anarquistas; varios libros recientes muestran hasta qué punto podríamos librarnos de esta esclavitud moderna.

Es de temer, una vez más, que lo más complicado sería saber cómo motivar al conjunto de la población para que consagre a la actividad de organización colectiva una parte del tiempo liberado.

Condiciones intelectuales

En su Retórica, Aristóteles recapitula todos los temas sobre los que delibera la Asamblea: riquezas, guerra y paz, protección del territorio, importaciones y exportaciones, la legislación. Después, enumera todos los conocimientos necesarios, por consiguiente, para aconsejar correctamente sobre estas materias: experiencias históricas, conocimiento preciso de las situaciones económicas, ideas de otros pueblos, conocimiento de las constituciones, condiciones de su salvaguardia o de su pérdida. Todo esto es objeto de la política, pues todo esto debe ser conocido por cada ciudadano. Por eso la enseñanza debe ser pública y formar a todos los jóvenes en estos dominios.

Junto a estos conocimientos teóricos, la enseñanza debe, también y sobre todo, desarrollar en cada uno la facultad práctica denominada phronesis, que permite juzgar una situación, deliberar y actuar según la mejor opción. Aristóteles da prueba indiscutiblemente de cierto optimismo sobre las capacidades naturales de los hombres para juzgar las opiniones:

"Lo verdadero y lo semejante a lo verdadero dependen de la misma facultad, y los hombres están por naturaleza lo suficientementes capacidados para lo verdadero y alcanzan la verdad sobre la mayor parte de los asuntos; por ello, saber conjeturar de forma adecuada sobre las opiniones comunes es algo que pertenece también a quienes saben hacerlo sobre la verdad".(Retórica I).

Parece que sus dudas conciernen más a las cualidades morales que deben garantizar el respeto de las leyes y, sobre todo, la preocupación por el interés común y no sólo por el propio (ver mi artículo en Réfractions nº 6, ya citado).

En cambio, según Platon, ya que la política es el saber más elevado y teórico, sólo los jóvenes más brillantes intelectualmente podrían acceder a él. Para él, el nivel educativo determinaría la clase social de pertenencia, no el nacimiento. Los educadores observan a los niños, reparan en los que tienen una naturaleza dócil a la educación y apta para el estudio, de modo que les seleccionan y les hacen progresar lo más lejos posible (República, VII). En efecto, para él, la ciencia política se confunde con la filosofía en la medida en que sólo el conocimiento del Bien en sí, último principio del ser, permite el conocimiento de los bienes parciales en todos los dominios. Este predominio de lo teórico sobre lo practico explica que la selección de los dirigentes sea extremadamente restrictiva.

Propone, sin embargo, una libertad muy grande de pensamiento entre los estudiantes privilegiados, porque la práctica de la dialéctica es una búsqueda abierta y colectiva: nos acercamos a la verdad de manera cada vez más sutil, pero necesariamente, porque somos humanos y no dioses, nunca podremos alcanzarla de forma absoluta. Otra recomendación de Platon interesante en esta materia es que, hasta entre los niños, la enseñanza no puede hacerse por medio de la imposición, porque "el hombre libre no debe aprender como esclavo" y porque "las lecciones que se introducen por la fuerza en el alma, no se quedan en ella" (República VII).

En suma, la vida que propone Platón para la élite es muy envidiable, pero reduce a rebaño la vida de los demás. Es una verdadera aristocracia, fundada sobre la certeza de una desigualdad innata entre los hombres.


¿Cómo instaurar una democracia directa?

La última dificultad con la que estamos constantemente confrontados y que debemos resolver, es cómo llegar a la sociedad que deseamos, a partir de la situación actual. Los griegos aportan dos pistas a nuestra reflexión, que deben ser adaptadas a las condiciones de nuestra época.

La primera pista es la observación del advenimiento histórico de las ciudades democráticas, considerada por los filósofos como una evolución necesaria en virtud del mismo carácter de los regímenes anteriores. En República, Platon vuelve a trazar una degradación sucesiva desde la aristocracia (siendo los nobles, según él, verdaderamente los mejores en alguna época) hacia la timarquía (régimen caracterizado por la ambición guerrera, como ilustra la época de Esparta), y luego hacia la oligarquía (poder de los ricos, al precio de la mayor miseria de los pobres, lo que estaba prohibido en los dos regímenes antes citados). En esta fase, los gobernantes atropellan tanto a los gobernados y son tan debilitados por su vida disoluta que acaban siendo derrocados por los pobres, a veces con la ayuda de otra ciudad. La democracia está amenazada por su evolución hacia la tiranía, que se instala cuando, agotada la democracia por la rivalidad incesante entre los que procuran apropiarse de todo el poder y los que procuran apropiarse de todas las riquezas, el pueblo se refugia en brazos de un protector que comienza por favorecerlo para luego, progresivamente, instalar un poder absoluto (República VIII).
Según esta reconstrucción histórica, el advenimiento de la democracia requiere el derrocamiento por la fuerza de la clase dominante, y es lo que efectivamente pasó en algunas de las ciudades de las que conocemos su historia.

La segunda pista para nuestra reflexión concierne en cierto modo a la fuerza paradigmática de la utopía. Es común a Platón y Aristóteles el no considerar a la mejor Constitución como imposible por esencia, sino como muy difícil de lograr y en ninguna parte aún realizada; sin embargo, a ella hay que tomar como referencia y tomar sus leyes como guía de la conducta privada. Podemos pues aplicar tal organización allá donde las leyes actuales no lo prohiban. Y, mientras tanto, en la medida que las condiciones necesarias para el cambio radical no estén aún presentes, nos esforzaremos en mejorar el régimen vigente. Por ese motivo, cuando Aristóteles se propone examinar las causas de la caída de los regímenes y dar consejos a los gobernantes para salvaguardarlos, lo hace con el propósito de lograr que cada Constitución sea menos mala y favorezca más el florecimiento de los ciudadanos, lo que tendrá por resultado secundario la limitación de las rebeliones. Pues, como Platón, no considera que la mejor Constitución, en términos absolutos, sea realizable en todos los lugares, pero, a partir de ejemplos reales, explica la manera de definir el mejor tipo de régimen según la población de que se trate (dependiendo de su propia noción de igualdad, su grado de aceptación de la sumisión, la distribución de cualidades entre sus miembros, etc.) y cómo, si no es ése el régimen vigente, incitar a los legisladores a cambiar la Constitución, total o parcialmente.

Reforma o revolución: para Aristóteles, todo depende de las circunstancias. Si las condiciones son insoportables, el pueblo se sublevará. En todos los demás casos, el cambio radical tendrá que lograrse poco a poco, por medio de reformas cada vez más importantes obtenidas presionando sobre los legisladores, aunque sin perder de vista el objetivo final y sin renunciar a realizarlo a pequeña escala allá donde sea posible. Tengo la impresión de que este programa constituye una síntesis asombrosa de las opiniones discutidas en este momento entre los anarquistas. Nos impulsa, en todo caso, a continuar luchando en todos las frentes, equilibrando el esfuerzo de reivindicación y presión con la experimentación en pequeños grupos.

Una dificultad suplementaria de nuestra época comparada con la suya es que la ideología dominante ha logrado hacer creer a la inmensa mayoría de la gente que no hay mejor régimen que la partitocracia de mercado a la que llaman democracia. Mostrar que, por el contrario, la democracia directa es posible y mucho más envidiable es una etapa en el camino de la anarquía. En todo caso, el argumento que a menudo se nos opone, según el cual la sociedad anarquista es muy simpática pero irrealizable dada la naturaleza humana, ya ha sido invalidado por las reflexiones de los filósofos griegos sobre esta naturaleza.

En efecto, tanto Aristóteles y los sofistas como, pese a sus conclusiones diametralmente opuestas, Platón muestran que sólo se puede hablar de naturaleza humana en términos de potenciales. El hombre no es más egoísta que altruista, no es más zoquete que inteligente, tiene innatas todas las tendencias, en un grado diferente según los individuos. A partir de ahí, el entorno social y cultural actuará sobre su desarrollo. Un programa escolar que acentuase la aptitud para la actuación deliberativa y no sólo sobre la mera ingestión de materias teóricas sería revolucionario. Por eso los ministerios de Educación jamás lo propondrán.
Nos corresponde imponerlo.

Annick Stevens

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